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Garrafa, el ídolo de la tribuna y el potrero

Travieso, don de buena gente y dueño de una zurda pródiga. A 12 años de su muerte, el fútbol lo recuerda con alegría. Barrio, talento, picardía, gambeta, goles lindos y anécdotas. La 10 verde y blanca tatuada para siempre en su espalda. Personaje eterno.

"En el 2000 volví a trabajar. Estuve siete meses sin jugar para estar al lado de mi viejo. En esa época vendí garrafas, hice perforaciones por 100 pesos… las pasé todas. Viví 13 años en una villa de Tablada -La Jabonera-. Banfield me hizo conocer otra vida". El textual de José Luis Sánchez para revista El Gráfico pinta de cuerpo y alma al personaje. Luego de sus pasos por Deportivo Laferrere y El Porvenir, ese año llegaba de clasificar a la Copa Libertadores con Bella Vista de Uruguay pero tuvo que regresar y afrontar una dura realidad.

Francisco sufría un cáncer pulmonar y lo necesitaba cerca. El jefe de la casa, su viejo, se enfermó y había que ponerse el overol como en tiempos anteriores, cuando juntos recorrían los barrios para proveer de garrafas de gas licuado a distintas zonas del conurbano y en donde apareció el apodo tan característico. Época brava pero no desconocida para el talentoso número 10, quien a los 15 cayó en cana por mala junta y logró escaparle a las tentaciones gracias a su pasión por el fútbol.

José Luis pudo volver a sonreír con una pelota al poco tiempo y conoció un paraíso que veía lejano desde las canchas del Ascenso. Banfield marcó en su vida los momentos de mayor confort y privilegio: Gloria deportiva por el ascenso logrado en 2001 con su figura de indiscutido dentro del equipo, hoteles de lujo, Primera División, fama y prestigio. De Fiat a Mercedes Benz. Más una devoción irrenunciable por las motos.

Tiempo atrás, cuando la descocía en Lafe, su fanatismo lo privó de jugar en Boca tras una prueba en la que deslumbró a Carlos Bilardo. "Realmente me gustó como jugaba. Pero llegó y se fue del lugar en una moto impresionante", confesó años después el Doctor. Una Honda CBR 600 fue la responsable de aquella injusticia deportiva.

La verde y blanca de Lafe lo acompañaba a cada lado. Se la ponía debajo de la camiseta de turno. Un día se plantó en Mataderos tras un 2-2 contra Chicago jugando para Banfield. El Yagui Forestello recordó que se retiraron del estadio en el Fiat Uno negro del Garrafa y que al rato cobraron de lo lindo. No fue buena la idea de hacer una parada técnica en la Petrobas de General Paz y Eva Perón.

- Paró el auto, estaba repleto de hinchas de Chicago, y me dice: "Dale Rubén, vamos a tomar una Coca".

- "¡No, José!" Le digo, vamos a tener problemas. Yo identificado con Almirante Brown y vos con Laferrere. Pero bueno, bajamos y fue una cosa de locos. A las trompadas nos metieron adentro del freeshop.

- "¡Yo soy de Lafe!" Gritaba el Gordo. Nos estaban pegando una paliza bárbara y veía que el micro de Banfield se iba por la General Paz. Ya era tarde…

El zurdo se la bancaba de en serio. En cancha con poco pasto, jugando por plata en el corazón de La Matanza y después como profesional. Fue un niño eterno. Cautivó nichos, sedujo compañeros, entrenadores e hinchas con sus travesuras. Se fue admirado e idolatrado por la magia desplegada dentro de un campo de fútbol. Por su potrero y la destreza para jugar. Al mismo tiempo que se ganó el mote de buena gente.

Alfredo Almirón, ex compañero suyo en El Porvenir, recordó la anécdota de la final contra Deportivo Armenio por el ascenso a la B Nacional: "No concentrábamos en esa época. Entonces fuimos directo con su auto a jugar el partido, paró en Pompeya y se clavó dos choripanes a la pomarola. Después en el partido la rompió".

Alguna vez, en una entrevista con la revista Mística -año 2000- contó sobre sus gustos y aquellas tentaciones en las que cayeron la mayoría de sus amigos de la infancia: "Antes la joda era más sana. Jugábamos todo el día a la pelota y no nos importaba nada. Ahora, corre mucho más la falopa. Por culpa de la droga se murieron muchos de mis amigos. A algunos los mató la droga y a otros la policía. A mí los pibes del barrio me cuidaban. Con el alcohol lo mismo: capaz chupé dos veces en un boliche y nada más. Si voy a un asado, prefiero comerme cuatro o cinco chorizos antes que estar tomando dos litros de vino".

Al Garrafa lo salvó la pelota y la educación de su viejo, quien le hizo conocer el sacrificio del trabajo e incluso una noche lo dejó dormir en cana para que recapacite. Tenía 15 años y se escapó sin permiso para ver a su Lafe querido en cancha de All Boys. Allí, su amigo y compañero de aventura escupió a Ricardo Bochini que andaba de visita por Floresta y marche preso ¡Los dos al calabozo por desacatados!

La vieja fue otro de los pilares en su educación. Le pedía una y otra vez que no haga locuras con su moto. En medio de las carencias, el Garrafa se convirtió en un tipo ejemplar para desarrollarse como profesional y ganarse un lugar mítico en el fútbol de los sábados. La dejó chiquita, se ganó el respeto y aún siendo un fuera del sistema disfrutó de las mieles de la Primera División.

"No podés ser ídolo si sos demasiado perfecto, viejo. Si no tenés ninguna fulería o si no te han cazado en ningún renuncio... ¿Cómo mierda la gente se va a sentir identificada con vos? ¿Qué tenés en común con los monos de la tribuna? No, mi viejo…". Roberto Fontanarrosa, Lo que se dice un ídolo.

No encajaba en la idea de Julio César Falcioni y comió bancó. Pero el silencio no era su idioma y no iba a callarse. En la concentración previa a un clásico con Lanús tocó la puerta del DT y encontró respuesta.

- "¿Cuándo me vas a poner, hijo de puta?" –pegó el grito y golpeó con fuerza la puerta del entrenador.

- "¡Nunca, Gordo!" –respondió Pelusa desde el otro lado–. Se gestaba la titularidad en su último clásico sureño.

José Luis le decía a su madre que su destino estaba marcado. Y el 6 de enero de 2006, cuando Banfield se encontraba en Mar del Plata realizando la pretemporada, faltaba uno. Ya no estaba la picardía ni las ocurrencias de ese gordo talentoso, pelado y quilombero. El Taladro decidió dejarlo libre a los 31 años y él tomó la decisión de regresar a Laferrere. Su corazón lo tenía con River, pero el Villero lo conquistó. Lo marcó a fuego.

Garrafa agarró la moto, su gran amor, y volvió a frecuentar las calles del barrio. Se fue actualizando con mejores modelos contrato a contrato y a ella responsabilizó por la caída precoz de su pelo cuando no le quedó otra que sincerarse. Una acusación con poco sustento. Lo cierto es que ella fue la que determinó su fría partida. Era un viernes de enero caluroso y José Luis jugaba a hacer piruetas en la puerta de su casa, en su barrio por adopción. Hasta que paró su moto sobre la rueda trasera, resbaló y cayó mal hacía el asfalto, donde accidentalmente su cabeza impactó frente a un cantero y lo dejó inconsciente.

Venía de rechazar una invitación tras la práctica en el Club de Empleados de Comercio en Ezeiza. No acompañó la moción de almorzar en una quinta con sus compañeros. La excusa era volver temprano a casa para estar cerca de su gente y llegar descansado al lunes, día que comenzaría la etapa fuerte de la pretemporada.

Sobre ese trágico día, Raúl Enrique Nieva, histórico lateral del club de La Matanza, recuerda al Garrafa corriendo desnudo en busca de la policía caminera y simulando un robo en medio del entrenamiento. No se borra la imagen del Cubito Cáceres, arquero del equipo, cargando la camioneta tras la práctica e insistiéndole para que coma con ellos. No hubo caso, no quiso. Nieva jura que no olvidará jamás el llamado del médico del club en la sobremesa. La muerte estaba al acecho. Era cosa juzgada.

El tipo alegre y divertido, quien en la mañana del viernes había hecho morir de risa a sus nuevos compañeros, se apagó en la clínica Mariano Moreno dos días después. Se fue el Garrafa que diez años atrás entraba arando al vestuario del Villero con su primera Zanella. El atorrante que un día hizo quedar varado a sus compañeros hasta tres horas en cancha de San Miguel mientras les pedía más cerveza para poder pillar en el control antidoping.

Es cierto, cuando no tenía ganas no entrenaba, pero el sábado garantizaba alegría al pueblo con una pelota bajo la suela. Jugaba para la hinchada y daba espectáculo. José Luis Sánchez se hizo inmortal. Ícono popular. Lloró el pueblo humilde y laburante al héroe del barrio. También el fútbol ante semejante expresión. Quedó una estatua, una tribuna a su nombre, una película, banderas, anécdotas, goles, gambetas, asistencias y una definición unánime: crack adentro y afuera de la cancha. Como le repetía una y otra vez a la vieja, su destino estaba echado. Se marchó jugando y dio paso a la leyenda.

Por EmiiLentini

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